Antananarivo, Madagascar
- Mayte
- Dec 25, 2014
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Madagascar, una gran y apasionante isla roja en el océano índico, mira de espaldas a África por no sentirse africana del todo, rodeada de un cálido mar que acaricia sus infinitas costas de arenas blancas. En el centro de la isla, a más de 1.500 metros de altitud, está su caótica capital, Antananarivo. Llegar a ella desde la costa supone más de 15 horas de trayecto pegando botes en un cuatro por cuatro. Lo más práctico es llegar en avión.
Las primeras semanas, la ciudad me pareció el lugar mas caótico y apestoso del planeta. Hasta que comencé a comprender su desorden. Con el tiempo, nos entendimos muy bien. Cuando llegué no había un sólo semáforo, aún sigue sin haberlos. El centro tenía resquicios de su pasado glorioso en la época de la colonización, pero de eso apenas quedaban dos edificios y el palacio presidencial, actual residencia del presidente.
Estaba atravesada por una gran y única avenida polvorienta de unos dos kilómetros de largo, no muy originalmente llamada Avenue de la Independence. Esta avenida nacía de la antigua y elegante estación de tren, inoperante desde 1965. El edificio de la estación aún se conservaba hermoso y los domingos se montaba en sus alrededores un mercado de piedras preciosas: rubíes, zafiros, aguamarinas, amatistas, turmalinas o citrinos se exponían brillando bajo la aplacante luz del sol . A la izquierda estaba el centro cultural Albert Camus, en recuerdo al escritor francés, donde se podían ver ballets de gran calidad, exposiciones y otros acontecimientos culturales.
A lo largo de esta avenida se concentraban la mayoría de comercios donde compraba la gente local. Los dueños de estos pequeños comercios eran siempre de origen indio. Los indios de toda Africa son comerciantes muy codiciosos. La mayoría poseía tiendas de electrodomésticos de mala calidad, bicicletas, triciclos o enseres del hogar. También había un par de cafeterías-pastelerías-heladerías de estilo galo con suculentos pasteles y bollería francesa y china que no tenian nada que envidiar a los que uno encuentra en la mejor “Patisserie” en la mismísima Francia. Estos comercios estaban debajo de unos arcos, bajo unos edificios pétreos y de apecto deshabitado donde uno podía pasear y no estar expuesto al agobiante calor del sol. El suelo y las paredes estaban sucias y los niños, descalzos, correteaban y venían cada rato a pedir.
Era un lugar muy ruidoso, porque los coches pasaban en ambas direcciones y, a menudo, se producían atascos. En el centro de esta animada avenida de nombre esperanzador había un pequeño jardín, todo muy al estilo francés, con bordecitos de metal en forma de semicírculo para no entrar a pisar el césped, que todo el mundo ignoraba y pisaba. En una especie de rotonda habían construido lo más parecido a una pista de karts con coches de plástico para niños pequeños. Los domingos, las familias locales llevaban allí a sus niños a disfrutar de los cochecillos de plástico traídos de algún lugar de China. Había algo doméstico y universal a la vez en la forma en que estas familias humildes pasaban un buen rato la tarde del domingo. Aunque paseaban por una ciudad tercermundista y caótica y los niños daban vueltas en unos viejísimos cochecillos de plástico, lo hacían como cualquier familia europea en una tranquila tarde de domingo cualquiera.
Entre semana esta calle era bulliciosa y entretenida. No hacia falta pasear mas de 100 metros y ya se había acercado algún vendedor ofreciendo su mercancía. Los artesanos de la madera eran fascinantes: camioncitos, motos, coches antiguos… tallados con precisión en una preciosa madera. También había mujeres cargando tiras y tiras de perfumada vainilla. Hacían piñas, jarros, coches… con los palitos de vainilla trenzados, que despedían un aroma dulce y tentador. Había quien vendía cuadros pintados a mano, enormes mariposas autóctonas disecadas y enmarcadas, diminutos muñecos de rafia, mantelerías bordadas a mano, legado de las señoras francesas esposas de colonos y hoy perfeccionadas por las religiosas, y un sinfín de curiosidades. Otros, más ambiciosos, mostraban en sus manos unas diminutas piedras y susurraban: “Rubi, safire, aquamarine… madamme, bone qualite, vien avec moi, bon prix…”.
Disfrutaba con aquellos paseos y siempre acababa comprando cosas. Me gustaba el juego del regateo y creo que a ellos también. Si, de pronto, yo sacaba mi cámara y empezaba a filmarlos, posaban contentos para mí, los ancianos con sus sonrisas desdentadas, orgullosos de ser los protagonistas de mi historia por un segundo.
Al principio caminaba solamente esta calle de arriba a abajo, pero poco a poco me fui aventurando en los alrededores. A la derecha de la gran avenue había un laberinto de calles anchas y sucias con un ir y venir de gentes y un desorden monumental. Había farmacias, zapaterías, gasolineras, restaurantes… y como a unos 500 metros se encontraba la calle Patrice Laconte. Subía muy empinada a la parte mas antigua de la ciudad, donde se encontraban algunos bonitos restaurantes, un par de modernos bares para extranjeros y la calle de las joyerías, todas regentadas por ricas familias indias. Allí también estaba el famoso Hotel Colbert, un oasis de calma y elegancia en el epicentro del caos, y el hermoso palacio presidencial. Por la parte de atrás se podía descender de nuevo hasta el lago Itosy, rodeado de jacarandas, de las que en primavera brotaba las flores mas bonitas que he visto, dando al lago un color violeta mágico.

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